jueves, 28 de abril de 2016

PAGINAS 3,4, 5

Solían mimarme, pero en realidad ahora que los evalúo desde otra perspectiva, me parece que eran un poco serviles en su cariño. Recuerdo con afecto especial aquellos paseos de sábado en la tarde por las arcadas de la ciudad vieja, hasta la catedral de Münster, la Feria de la Cebolla, que no nos la perdíamos ningún agosto.   

Mi padre parecía algo soso en su trato, a veces incluso algo tonto, pero yo lo quería así, con esa formalidad gastada de funcionario. Mi madre, en cambio, creo que me tenía un amor sincero. Parecía leer en mis ojos cuando estaba triste o con algún conflicto, incluso cuando le mentía. Sus abrazos fueron siempre un refugio irrefutable ante cualquier sandez o miedo irracional mío. Nunca me hablaba de mis primeros años, de aquellas emociones maternales que tienes sobre los primeros pasos o las primeras palabras, u otras anécdotas familiares que siempre llenan esos primeros años de inexperiencia maternal. Solo sonreía y decía: “siempre fuiste un niño angelical y curioso, como ahora…”  Yo quedaba con aquella respuesta vaga a la que tampoco acompañaba ninguna imagen mía. No me recordaba a mi mismo como un crío pequeño, excepto por algunas pesadillas muy raras que solían aparecer en mi mente. Eran estallidos llenos de resplandor y que parecían ensordecerme, pese a que no oía imaginariamente ningún sonido. Pero en esos sueños esporádicos no veía sino sombras desvaneciéndose, volando o cayendo a abismos oscuros. A veces los trataba de identificar con alguna fiesta nocturna llena de fuegos de artificio, como esas que realizan en algunos pueblos del sur.




Cuando estaba sin sueño recordaba en mi lecho aquellas imágenes y acababa soñando con ellas, completamente disparatadas. Me sentía solo y no entendía por qué no había tenido hermanos, o hermanas. Al preguntar sobre ello, notaba cierto rubor en mi madre e inquietud en mi padre. Asumía cierta adustez al decir: “hijo, no nos fue fácil ser padres, y al tenerte a ti, tu madre estuvo muy enferma, quizá por ello no quisimos arriesgar su vida. Discúlpanos. Además no te preocupes, los hijos únicos como nosotros somos más mimados, y además no compartimos con nadie” Eso era lo que menos me gustaba oír de aquella recurrente y tierna cantaleta. Nada me hubiera...

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