sábado, 12 de noviembre de 2016

CONTINUA 4 HASTA 9

Déjenme narrarles cómo llegué hasta este punto.
Hasta cumplir los trece años, mi existencia era normal. Vivía por la comuna del Mittelland, en un barrio tranquilo de Berna, llamado Gäbelbach. Tenía unos padres cariñosos, un hogar cómodo y pacífico, amigos en el barrio y era conocido por casi todos los vecinos.
Mi padre se llamaba Klaus Hüttler, era notario, y mi madre Ada Strauss, maestra de un kindergarten. No eran diferentes de la mayoría de familias burguesas suizas: besos de bienvenida o despedida, abrazos y regalos en los cumpleaños, o después de alguna pueril actuación escolar en el colegio. Estaba acostumbrado a pedir poco, pues mis padres parecían adelantarse a mis deseos.
Solían mimarme, pero en realidad ahora que los evalúo desde otra perspectiva, me parece que eran un poco serviles en su cariño. Recuerdo con afecto especial aquellos paseos de sábado en la tarde por las arcadas de la ciudad vieja, hasta la catedral de Münster, donde, en sus aledaños, se celebraba cada año en el mes de agosto la Feria de la Cebolla, a la que procurábamos no faltar.
Mi padre parecía algo insulso en su trato, a veces incluso algo tonto, pero yo lo quería así, con esa formalidad gastada de funcionario. Mi madre, en cambio, creo que me tenía un amor sincero. Parecía leer en mis ojos cuando estaba triste o preocupado por algún conflicto, incluso cuando le mentía. Sus abrazos fueron siempre un refugio irrefutable ante cualquier sandez o miedo irracional que me afligiese. Nunca me hablaba de mis primeros años, de aquellas emociones maternales que debería revivir sobre los primeros pasos o las primeras palabras, tampoco parecían existir en su memoria aquellas otras anécdotas familiares que siempre llenan esos primeros años de inexperiencia maternal. Solo sonreía y decía: “Siempre fuiste un niño angelical y curioso, como ahora…”. Yo quedaba con aquella respuesta vaga a la que tampoco acompañaba ninguna imagen mía. No me recordaba a mí mismo como un crío pequeño, excepto por algunas pesadillas muy raras que solían aparecer en mi mente. Eran estallidos llenos de resplandor y que parecían ensordecerme, pese a que no oía imaginariamente ningún sonido. Pero en esos sueños esporádicos no veía sino sombras desvaneciéndose, volando o cayendo a abismos oscuros. A veces los trataba de identificar con alguna fiesta nocturna llena de
fuegos de artificio, como esas que realizan en algunos pueblos del sur.
Todo espejo que caía en mis manos, era objeto de mis absurdas preguntas. Parecía armarse una realidad paralela en aquella imagen virtual que, al intentar palparla, solo tenía la frialdad de un vidrio inexistente, poblado solo de imágenes reflejadas y confusas. Hacía morisquetas en ellos, gesticulaba, me movía y creía ver a un símil mío... que estaba ahí, al frente o dentro de mí.
Cuando estaba sin sueño recordaba en mi lecho aquellas imágenes y acababa soñando con ellas, completamente disparatadas. Me sentía solo y no entendía por qué no había tenido hermanos, o hermanas. Al preguntar sobre ello, notaba cierto rubor en mi madre e inquietud en mi padre. Asumía cierta adustez al decir: “Hijo, no nos fue fácil ser padres y, al tenerte a ti, tu madre estuvo muy enferma, quizá por ello no quisimos arriesgar su vida. Discúlpanos. Además no te preocupes, los hijos únicos como nosotros somos más mimados, y además no compartimos con nadie”. Eso era lo que menos me gustaba oír de aquella recurrente y tierna cantaleta. Nada me hubiera gustado más que tener un hermano con quien ser cómplice o adversario.
Nunca les dije nada, pero cierta vez pregunté a Herr Singer, nuestro médico familiar, amigo de infancia de mi padre, que atendió a mi familia siempre. Le pregunté con esa inocencia pícara que tenemos los niños: “¿Estuvo grave mi madre cuando me tuvo?”. Ante aquella pregunta el ingenuo doctor afirmó que mi madre no tuvo nunca nada, aparte de algunos resfriados. “¡Una salud de hierro!”, exclamaba. Yo solo sonreía, alguno mentía. Pero eso no importaba nada, yo tenía muchos amigos entre los chavales del barrio y del colegio e hicimos cuanta travesura se nos ocurrió. Rara vez fui castigado por ello, excepto cuando entramos con Gunther y Ralph en la capilla del colegio por la ventana y robamos unas velas, pero eso es historia de críos.
Consideraba a mi familia con una posición económica holgada, aunque no podría decir que eran ricos. Percibía, sin embargo, algunas contradicciones entre los ingresos económicos de mis padres y el colegio Herberststrasse en Salem, donde estudiaba. Era uno de los colegios más caros y privilegiados de la ciudad, y las familias de mis compañeros de clase se encontraban entre las más pudientes de la sociedad bernesa. Allí la educación era harto rígida y únicamente se hablaba en alemán. Solían organizar actividades extraescolares escenificando obras de teatro medievales de
origen pangermánico. Las exigencias pecuniarias también eran considerables. Yo trataba de explicar esa aparente contradicción entre la educación que recibía y la relativa liberalidad de mi casa, entre la holgada modestia de mis padres y lo dispendioso de los gastos escolares. Ante cualquier observación mía al respecto, me explicaban que eso no era problema, que cualquier gasto que pareciera ser una carga extra, la hacían por mi bien. Además, siempre aparecía la explicación habitual a muchas preguntas: la herencia de mi abuelo vienés.
1.(Must-have) Please add the following parameters in your links before you do PPC Bidding: &utm_ad=aff-ad-{targetid}-{keyword}-{matchtype} Era uno de los pocos alumnos que se desplazaba hasta el colegio en los viejos tranvías urbanos de Bernmobil, y ello no me causaba ningún problema, excepto por algunas eventuales ironías de mis compañeros que se trasportaban en lujosos automóviles.
La primera impresión que quebró mi esquema doméstico cotidiano fue poco después de cumplir trece años. Fue un día en que retorné a mi casa más temprano que de costumbre. Al entrar a mi casa, la puerta estaba semiabierta e ingresé despreocupado. Mi padre estaba en el pasillo del fondo ocupado en una acalorada conversación telefónica y, por el tono de su voz, hablaba con algún empleado o funcionario…
–Esto no puede ser, señor, ¿usted cree que nosotros tenemos una fábrica de dinero? Ya son dos meses que se ha retrasado el depósito de su banco. La escuela del muchacho nos cuesta muy cara, y últimamente nos exigen pagos extras para uso del gimnasio y las visitas que realizan. Entienda, yo soy solo un simple notario con un salario humilde y… –alguien contestaba del otro lado de la línea con frases tranquilizadoras.
–Está bien, está bien, pero que no pase de dos días, recuerde nuestro compromiso –colgó el teléfono y al verme parado cerca de él, cambió su expresión y trató de disimular su enojo, dándome explicaciones innecesarias sobre un supuesto cliente suyo que lo atosigaba con un trámite pendiente.
Le saludé como de costumbre y, al llegar a mi habitación, empecé a divagar sobre lo que había oído o creído oír. ¿Por qué mi padre hablaba de mí como de “el muchacho”? ¿Quién y por qué le pagaba por mis estudios? ¿Qué compromiso existía entre un empleado de un banco y mi padre? ¿Tenían algo que ver aquellos sobres que recibíamos sin falta los primeros días de cada mes? Conforme las preguntas me inundaban, sentí un vago desasosiego. Traté de realizar mis tareas escolares habituales y olvidarme de esta
inquietante situación que empezó

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