– Busco al señor Don Jean Pierre Pouloird,
señor de esta casa, haga el favor de comunicarle inmediatamente.
_ ¿Quién le busca y para qué?
–preguntó amistoso el eventual leñador. –Aquello le pareció tamaña
impertinencia al joven petimetre.
– Simplemente búsquelo y dígale
que viene a visitarlo el doctor François Villard, ¡ah! Dése prisa por favor,
¡que estoy sofocado! –
Su rostro mostraba molestia y
ésta aumento al ver una sonrisa amable en el hombre. Él le dijo simplemente
“sígame".
Atravesaron el jardín bordado por
robustos alerces, cedros y gardenias, hasta la fuente. Subieron las dos gradas
y el hombre lo invito a pasar. Ingreso a la sala oteando de arriba abajo y de
derecha a izquierda a tiempo de quitarse el sombrero y abanicarse con él.
– Tome asiento, le avisaré – le
dijo el leñador y se perdió tras una puerta lateral del salón.
Pasaron largos minutos en los que
el caballero elegante quitó dos imaginarias basurillas de su chaqueta y alisó
su pantalón. Sus botines habían perdido lustre en las puntas por el trayecto
terroso del ingreso, y limpió sus zapatos en sus botapiés. Al cabo entró un
mayordomo elegante. Le pareció que ahora
iba a ser mejor tratado. Éste le dijo:
– Sígame al estudio, lo espera
monsieur Pouloird. –camino por el pasillo hasta una puerta con vitrales, tocó
la puerta y al oir una corta respuesta, la abrió anunciando al visitante. Entró
algo tímido e insegura, ya que de esa entrevista dependía su futuro
empleo. “Pasé” le dijo el mayordomo señalando una silla cercana al escritorio.
Había un hombre de espaldas al frente del escritorio, sólo se veía su chistera
saliendo del espaldar. De improviso se dio la vuelta. Imaginen la sorpresa al
ver al leñador con la chistera sentado frente a él.
Se sacó la chistera, la puso
sobre la mesa y le dijo: “ Jean Pierre Pouloird, a sus órdenes, amigo”
El visitante no cabía en sus
zapatos y temblaba entero intentando contestarle. Dicen que al final se quedó trabajando con él, no
sé, francamente.
Bueno, así era él, el viejo Jean Pierre. “Je suis Jean Valjean” decía mostrando sus fuertes brazos llenos de
tatuajes, que le recordaban su pasado de marino. Su risa sonora repicaba por
todas partes, era inconfundible.
Bueno, disculpen que haga de mi
abuelo un personaje, pero para mi lo era. Era mi héroe, mi maestro, y sé que
luego que lo conzcan, lo recordaran con respeto y cariño, especialmente por el
tesoro que me legó.
Mi padre salió lo contrario de mi
abuelo. Dicen que fue un niño, un adolescente, un joven muy respetuos de las
normas, conservador y respetuoso de lo establecido. Mi madre una mujer
bondadosa y callada, aunque estricta en el orden y las reglas. Juntos
conformaban un matrimonio ejemplar de burgueses modernos.
Al nacer yo se cumplió el
tríangulo familiar de toda pareja enamorada. Mi llegada a este mundo casi le
cuesta la vida a mi madre, debido a las complicaciones del parto. De no haber
sido la oprtuna intervencion del doctor Alcide D´Orbigny, yo sería querubín y
mi madre un ángel. Afortunadamente no fue así.
Imaginen las discrepancias de mi
abuelo con el hijo que había procreado. El hijo del marinero viudo, bucanero y
temerario, tenía un hijo dedicado a los menesteres judiciales. Mi padre era un
juez de partido muy reputado en su gremio.
El viejo Jean Pierre vivía cerca
de Calais dedicado a sus negocios de puerto y nos visitaba por largas
temporadas, las mejores de mi vida, aunque no opinaban lo mismo mis padres. Lo
acusaban de malcriarme y volverme libertino (por temporadas). ¡Que hubiera sido
de mi! si no hubiera estado él conmigo y mi padre en juzgados de provincia por
aquellos años!
Recuerdo una de las anécdotas de
mi infancia, tal como la rememora mi vieja nana Annette.
–A que no podeis trepar a aquel
viejo cedro –estáis muy distraido mi niño, ¿qué os sucede? o ¿no habeis tomado
desayuno?
El rústico Jean Pierre Pouloird
intentaba provocar al niño vestido con traje de marinero. Quería que se
ensuciara aquel trajecito con el que su madre había insistido en vestirlo. Los
diez años recien cumplidos del niño, no parecían suficiente argumento para
devolverle un sentimiento de aventura, una pequeña rebeldía a aquel niño
fragante y delicado. Lo vio por un momento, cambió de comisura su vieja pipa,
mientras buscaba la bolsa de tabaco en el bolsillo izquierdo de su chaleco de
cuero. Mientras la llenaba de tabaco, miró con ingenua dureza al niño,
enarcando su cejas, como cuando quería aparentar seriedad. El ambiente se
llenaba de aquel tabaco holandés con aroma a chocolate.
–Abuelo, no quiero hacerlo
–respondió Jerome, con un tono entre súplica, molestia y timidez. –No, no por
favor.
Lanzó una de sus carcajadas
sonoras, tan características en él, apagando lentamente la última vocal…, miró
a los ojos al niño.
– Mira, si tu madre te regaña, yo
le diré que yo te lo ordené, verás que no te dirá nada… Yo a tu edad iba de
arriba abajo por los muelles de Le Havre y no había nadie que me ponga en
cintura. Todos los marineros eran mis amigos y me contaban las historias de sus
viajes, me hacían subir a los barcos y yo corría por ellos como por mi casa.
Estaba convencido que me iría con ellos un día de aquellos. Y así lo hice
durante años.
– Era casi de tu edad y ya
conocía todos los puertos de La
Mancha y el Mediterráneo. Si te contara todas las aventuras
que tuve. Me consideraron un grumete y un marino como ellos, mondaba patatas,
fregaba pisos o entraba al cuarto de máquinas. Me respetaban y me querían,
excepto, Jules Botard, aquel bastardo feo de gorra azul que delataba mis
trravesuras al capitán. Pero, el gran
capitán Naciff Boggereau me protegía. Una vez al llegar a Bilbao, al amanecer…
El abuelo iniciaba así la vieja
cháchara inacabable de sus aventuras como marinero. A Jerome le gustaba oirlas
una y otra vez, pero aquel día que consideraba un día especial, por su
cumpleaños y sus ¡diez años! Le quedaba pesada aquella crónica. Además, cada
vez cambiaban ciertos detalles, lo que le hacia dudar no de los hechos sino de
la proporción y trascendencia de éstos. Pero, era el abuelo y todo se le
aceptaba, por su locuacidad, simpatía natural y por ser un abuelo, un poco
raro.
Los abuelos de mis amigos eran
unos viejos estirados y tarambanas que las hacían de regentes y capataces: ¡no
hagas esto! o ¡eso no lo hace un niño como tú! y una sarta de cosas parecidas,
cuando estaban cerca de sus estirados hijos o hijas. Pero, cuando hablaban
entre ellos, creyendo que nadie los escuchaba, hablaban tonterías de las
mucamas y cocineras que servían en sus casas. Yo me metía debajo de la mesa y
escuchaba aquellas historias ridículas que seguro nunca las habían realizado.
Pero ese día no me sentía el
camarada del viejo, no con este traje azul, tan pacato, que mi madre había encargado a su vieja
modista. No tenía la rigidez de los trajes de hombre y su corte tan agraciado,
le hacía parecer algo especial. Y lo era. Sus dos líneas blancas y paralelas en
el cuello parecían estar bordadas en el paño azul y eran muy bonitas. Yo no
quería ensuciarlo, además mi madre iba a encolerizarse si lo hiciera. Annette,
mi nana, iba a sentirse muy mal tratando de limpiarlo con la vieja plancha de
carbones.
Mi abuelo se sentía muy bien en
el parque de Buttes Chaumon, cercano a la casa, donde, según él, había jugado
en su infancia. Me contaba de las explosiones de dinamita cuando lo
refaccionaron. Decía que para él oir aquellos estruendos que realizaban los
obreros durante su rampliación, era como estar en medio de una batalla
sangrienta.
El abuelo hablaba con frecuencia del
viejo mirador del Temple de Sybil, asentado encima del pico rocoso en el
centro del parque, al que subíamos por el precioso puente de piedra. Allí
solíamos jugar a las escondidas y cantar a voz en cuello viejas canciones de clochards –que tanto molestaban a mi
mamá–, aprovechando el raro eco que
tenía el lugar. Los añejos cedros eran como los testigos mudos (mudos, no sé?)
de todo cuanto pasaba por esos lindos recovecos. Yo pegaba mis orejas a los
troncos y oía murmullos extraños como si se arrastraran cosas. Por eso es que
no admito eso de “mudos testigos”.
Aún ahora
cuando requiero de paz y vitalidad, vengo a pasear por sus senderos.
Viejo Buttes Chaumon, mi
camarada, nuestro camarada, como decía el viejo Jean, mi abuelo.
Pero no le daría el gusto de
ensuciar mi traje de marinero, porque, puedo decirlo ahora, me gustaba mucho.
Me hacía ver serio, como en las fotografías familiares. En el fondo yo era un
niño atildado con aires de truhan.
Este crepúsculo me parece como la
repetición intemporal de aquellas postales antiguas que colecciono del viejo
París. La imagen desleida entre los naranjas y azules del sol que reverberaban
en las nubes. Esa imagen la tengo en mi mente y jamás se borrará, como nada de
lo que tenga que ver con mi infancia.
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