sábado, 12 de octubre de 2013

Primer libro de relatos publicado por amazon

                                                 EL FIN DEL MUNDO
Al sur de Calcuta, en una de las curvas tenues que hace el río Hugli, antes de insertar sus densos brazos húmedos en las arena arcillosa, varios niños jugaban con una inocente alegría mientras mojaban sus diminutos cuerpos en una de las fuentes públicas cercanas.
La envejecida ciudad se veía recortada por el aire tibio gris que recortaba los perfiles de sus edificios lejanos. La tarde avanzaba, pesada, como deseando entreverar su presencia en una cita inapelable con la noche, aún lejana que la esperaba entre sus brazos cálidos y oscuros.

Un poco más allá, en uno de los bordes casi invisibles del Garden Reach, se veía un caserío rústico desperdigado; sus callejuelas de tierra húmeda, dejaban escapar un aroma extraño, que por ratos parecía huir de la tierra y reunirse con los charcos sucios, que abundaban por aquellos días de primavera.
Mujeres vestidas de rústicos saris claros emergían por ratos en los patios, apenas divididos por unas cuantas tablas y cartones. Subiendo por la callejuela más imperceptible, y luego de pasar por la orilla de la colina, se veía una choza destartalada y caótica.
Era difícil percibir el lugar de la entrada y, cuanto más se acercaba uno a ella, la duda persistía.
Salía un poco de humo por uno de los orificios naturales del techo; una ventanilla lateral, parecía dejar entrar una porción de la salvaje luz solar que se quebraba en aquel paraje.
En sus alrededores vagaban libres dos cabras y unas gallinas, con una alegría infantil contagiosa. El sendero de ingreso estaba empedrado con unas piedras celestes y rosadas, hundidas entre los hierbajos desordenados. Colgaban de una delgada soga aderezada por dos palos endebles, unos trapos que era difícil advertir de que se trataba. Simplemente se movían levemente, como unas banderolas festivas y cansadas.
En aquella choza vivía un anciano solitario llamado Pasher Khan. Sus vecinos y habitantes cercanos no podían precisar cuando había llegado, o si éste, había permanecido allí siempre, incluso antes de que ninguno de ellos viviera allí.
Gozaba del respeto de todos y, no era extraño que visitantes extraños y forasteros llegaran donde él. Era considerado un bakhti, un sabio vinculado “a todo lo bueno que hay en la tierra y el cielo”. Así decían de él.
Desde antes del amanecer se lo veía sentado, cerca de unas piedras grandes, meditando, callado, abstraído de todo. Su rostro, pese a la vejez evidente de la piel, mantenía una extraña tersura blanca; era como una fruta fresca surcada por las arrugas, delgadas y profundas que dibujaban sus rasgos.
Sus largos cabellos blancos y su abundante barba parecían una vegetación hirsuta y desordenada que enmarcaba su cara y le daba un aspecto pleno de paz. El viejo era de baja estatura, de nariz un poco larga y unas orejas pequeñas que no le impedían disfrutar de un oído extraordinario.
Sus ojos oscuros sobresalían de los párpados carnosos con una expresión de inevitable profundidad. Se movían con movimientos lentos y contundentes. Parecía que establecía el control sobre todo lo que le rodeaba y más allá.
Era visitado con frecuencia por todos los habitantes cercanos y otros que llegaban a él, vivía de los presentes y los alimentos que aparecían siempre en su puerta.
Sentía especial preferencia por la visita de los niños, que llegaban en tropel por las mañanas. Ellos conversaban animadamente con él y todos lo querían. Le llamaban con un diminutivo especial y cariñoso, como a cualquiera de ellos: Pashi.
Hombres y mujeres de la región venían a hacerle consultas y pedirle consejos sobre sus inquietudes cotidianas, sus sueños, sus miserias. Su sonrisa afable y amplia reflejaba paz al sentir el aprecio de todos. Incluso había algunos que literalmente lo adoraban.
El ritmo complejo de la vida trasurbana en Calcuta transcurría invariable en aquella parte olvidada de la ciudad.

Un día, como podía haber sido cualquier otro de la húmeda primavera, apareció sorpresivamente en su choza su amigo Sharoukh. No era la hora en la que acostumbrada aparecer, pero estaba allí, un poco atolondrado y con una expresión nerviosa.
Le ofreció un pequeño cesto de pan de naan –sabía que su sabor le agradaba al anciano –, lo dejó cerca de una pequeña mesa y se acercó a saludarlo, efusivo. Se sentó sobre una vieja alfombrilla deshilada. Pashi, lo miró sonriente. Apreciaba sus visitas y las historias que le contaba en sus correrías como culi en los mercados de Masjid.
Solía hablar sin parar, siempre afable y gracioso; se las daba de pícaro y generoso. Sus múltiples anécdotas de trabajo abarcaban horas de grata conversación con su entrañable amigo. Pashi siempre lo escuchaba atento, sonriendo mientras acariciaba su barba.



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