¿Es el amor un arte? En tal caso, requiere conocimiento y esfuerzo.
¿O es el amor una sensación placentera, cuya experiencia es una
cuestión de azar, algo con lo que uno «tropieza» si tiene suerte? Este
libro se basa en la primera premisa, si bien es indudable que la
mayoría de la gente de hoy cree en la segunda.
No se trata de que la gente piense que el amor carece de
importancia. En realidad, todos están sedientos de amor; ven
innumerables películas basadas en historias de amor felices y
desgraciadas, escuchan centenares de canciones triviales que hablan
del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que
aprender acerca del amor.
Esa peculiar actitud se basa en varias premisas que, individualmente
o combinadas, tienden a sustentarla. Para la mayoría de la gente, el
problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en
amar, no en la propia capacidad de amar. De ahí que para ellos el
problema sea cómo lograr que se los ame, cómo ser dignos de amor.
Para alcanzar ese objetivo, siguen varios caminos. Uno de ellos,
utilizado en especial por los hombres, es tener éxito, ser tan
poderoso y rico como lo permita el margen social de la propia
posición. Otro, usado particularmente por las mujeres, consiste en ser
atractivas, por medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc. Existen
otras formas de hacerse atractivo, que utilizan tanto los hombres
como las mujeres, tales como tener modales agradables y
conversación interesante, ser útil, modesto, inofensivo. Muchas de
las formas de hacerse querer son iguales a las que se utilizan para
alcanzar el éxito, para «ganar amigos e influir sobre la gente». En
realidad, lo que para la mayoría de la gente de nuestra cultura
equivale a digno de ser amado es, en esencia, una mezcla de
popularidad y sex-appeal.
La segunda premisa que sustenta la actitud de que no hay nada que
aprender sobre el amor, es la suposición de que el problema del amor
es el de un objeto y no de una facultad. La gente cree que amar es
sencillo y lo difícil encontrar un objeto apropiado para amar -o para
ser amado por él-. Tal actitud tiene varias causas, arraigadas en el
desarrollo de la sociedad moderna. Una de ellas es la profunda
transformación que se produjo en el siglo veinte con respecto a la
elección del «objeto amoroso». En la era victoriana, así como en
muchas culturas tradicionales, el amor no era generalmente una
experiencia personal espontánea que podía llevar al matrimonio. Por
el contrario, el matrimonio se efectuaba por un convenio -entre las
respectivas familias o por medio de un agente matrimonial, o también
sin la ayuda de tales intermediarios; se realizaba sobre la base de
consideraciones sociales, partiendo de la premisa de que el amor
surgiría después de concertado el matrimonio-. En las últimas
generaciones el concepto de amor romántico se ha hecho casi
universal en el mundo occidental. En los Estados Unidos de
Norteamérica, si bien no faltan consideraciones de índole
convencional, la mayoría de la gente aspira a encontrar un «amor
romántico», a tener una experiencia personal del amor que lleve
luego al matrimonio. Ese nuevo concepto de la libertad en el amor
debe haber acrecentado enormemente la importancia del objeto
frente a la de la función.
Hay en la cultura contemporánea otro rasgo característico,
estrechamente vinculado con ese factor. Toda nuestra cultura está
basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercambio
mutuamente favorable. La felicidad del hombre moderno consiste en
la excitación de contemplar las vidrieras de los negocios, y en
comprar todo lo que pueda, ya sea al contado o a plazos. El hombre
(o la mujer) considera a la gente en una forma similar. Una mujer o un
hombre atractivos son los premios que se quiere conseguir.
«Atractivo» significa habitualmente un buen conjunto de cualidades
que son populares y por las cuales hay demanda en el mercado de la
personalidad. Las características específicas que hacen atractiva a
una persona dependen de la moda de la época, tanto física como
mentalmente. Durante los años que siguieron a la Primera Guerra
Mundial, una joven que bebía y fumaba, emprendedora y sexualmente provocadora, resultaba atractiva; hoy en día la moda exige
más domesticidad y recato. A fines del siglo XIX y comienzos de éste,
un hombre debía ser agresivo y ambicioso -hoy tiene que ser sociable
y tolerante- para resultar atractivo. De cualquier manera, la sensación
de enamorarse sólo se desarrolla con respecto a las mercaderías
humanas que están dentro de nuestras posibilidades de intercambio.
Quiero hacer un buen negocio; el objeto debe ser deseable desde el
punto de vista de su valor social y, al mismo tiempo, debo resultarle
deseable, teniendo en cuenta mis valores y potencialidades manifiestas y ocultas. De ese modo, dos personas se enamoran cuando
sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado,
dentro de los límites impuestos por sus propios valores de
intercambio. Lo mismo que cuando se compran bienes raíces, suele
ocurrir que las potencialidades ocultas susceptibles de desarrollo
desempeñan un papel de considerable importancia en tal transacción.
En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la
que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en
realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas
humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el
mercado de bienes y de trabajo.
El tercer error que lleva a suponer que no hay nada que aprender
sobre el amor, radica en la confusión entre la experiencia inicial del
"enamorarse" y la situación permanente de estar enamorado, o,
mejor dicho, de «permanecer» enamorado. Si dos personas que son
desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de
pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten
uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes
y excitantes de la vida. Y resulta aún más maravilloso y milagroso
para aquellas personas que han vivido encerradas, aisladas, sin
amor. Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se
combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin
embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco
duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimidad
pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su
antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, terminan por
matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al
comienzo no saben todo esto: en realidad, consideran la intensidad
del apasionamiento, ese estar «locos» el uno por el otro, como una
prueba de la intensidad de su amor, cuando sólo muestra el grado de
su soledad anterior.
Esa actitud -que no hay nada más fácil que amar- sigue siendo la
idea prevaleciente sobre el amor, a pesar de las abrumadoras
pruebas-de lo contrario. Prácticamente no existe ninguna otra
actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y
expectaciones, y que, no obstante, fracase tan a menudo como el
amor. Si ello ocurriera con cualquier otra actividad, la gente estaría
ansiosa por conocer los motivos del fracaso y por corregir sus errores
-o renunciaría a la actividad-. Puesto que lo último es imposible en el
caso del amor, sólo parece haber una forma adecuada de superar el
fracaso del amor, y es examinar las causas de tal fracaso y estudiar
el significado del amor.
El primer paso a dar es tomar conciencia de que el amor es un arte,
tal como es un arte el vivir. Si deseamos aprender a amar debemos
proceder en la misma forma en que lo haríamos si quisiéramos
aprender cualquier otro arte, música, pintura, carpintería o el arte de
la medicina o la ingeniería.
¿Cuáles son los pasos necesarios para aprender cualquier arte?
El proceso de aprender un arte puede dividirse convenientemente en
dos partes: una, el dominio de la teoría; la otra, el dominio de la
práctica. Si quiero aprender el arte de la medicina, primero debo
conocer los hechos relativos al cuerpo humano y a las diversas
enfermedades. Una vez adquirido todo ese conocimiento teórico, aún
no soy en modo alguno competente en el arte de la medicina. Sólo
llegaré a dominarlo después de mucha práctica, hasta que
eventualmente los resultados de mi conocimiento teórico y los de mi
práctica se fundan en uno, mi intuición, que es la esencia del dominio
de cualquier arte. Pero aparte del aprendizaje de la teoría y la
práctica, un tercer factor es necesario para llegar a dominar cualquier
arte -el dominio de ese arte debe ser un asunto de fundamental importancia; nada en el mundo debe ser más importante que el arte.
Esto es válido para la música, la medicina, la carpintería y el amor-. Y
quizá radique ahí el motivo de que la gente de nuestra cultura, a
pesar de sus evidentes fracasos, sólo en tan contadas ocasiones
trata de aprender ese arte. No obstante el profundo anhelo de amor,
casi todo lo demás tiene más importancia que el amor: éxito,
prestigio, dinero, poder; dedicamos casi toda nuestra energía a
descubrir la forma de alcanzar esos objetivos y muy poca a aprender
el arte del amor.
¿Sucede acaso que sólo se consideran dignas de ser aprendidas las
cosas que pueden proporcionarnos dinero o prestigio, y que el amor,
que «sólo» beneficia al alma, pero que no proporciona ventajas en el
sentido moderno, sea un lujo por el cual no tenemos derecho a gastar
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